- “¡Rápido que se va el pájaro!”
- “¿Y
qué?, Que se marche, ya no lo quiero, está duro.”
- “¡Vamos, vamos, dispara pronto que lo
pierdes!”
Las
alas del pájaro frotan la arena secamente y asciende. Pero ya salta, ballesta
arriba, la flecha que lo traspasa y ancla al suelo.
El
grito que se escucha es así de terrible,
tal y como te lo has imaginado. Exactamente igual que si esa flecha se
hubiera hundido en el centro de tu corazón.
Sí lector, de tu corazón, del
tuyo.
Ahora
mira hacia atrás. Imagínate como sale la flecha de esa ballesta y viene derecha
hacia donde tú estás. Se acerca, ves su punta avanzar decididamente y no sientes
que esta historia vaya contigo.
Con
toda velocidad, la flecha no cesa de
acercarse y todo se hace más y más real.
Parece
que eligió tu camino. Estás en el centro de mira. Es a ti a quien se aproxima
inexorablemente.
La
punta, por efecto de la velocidad, semeja una bola roma y metálica, sin
violencia. Pero sólo es efecto óptico.
Finalmente
comprendes que viene a por ti. Te inunda el terror, quieres huir y sabes que ya
no hay tiempo. Te va a atrapar. No
puedes retirarte, ya está aquí. Aguantas la respiración y esperas. El tiempo es corto y largo a la vez, se estira y encoge con el movimiento de la
ola de angustia que se agolpa en tu interior.
Por
fin la flecha llega, toca la piel, la rasga y penetra con un crujido en la carne,
roza el corazón y un estremecimiento se apodera de todo tu ser que aun
no siente el dolor, y se extraña por
ello.
Un
segundo más tarde el sufrimiento ha comenzado.
La sangre mancha tu piel y trae con ella, de nuevo, la angustia y el
miedo. Miedo a morir, a ser tocado en tu integridad.
La
mano sube sola hasta la flecha, nadie le dio la orden. Aferra la vara que se hinca en medio del pecho y, con
todas tus fuerzas, tiras hacia afuera de ella. El dolor es liberador, la flecha, chorreando
sangre, es pavorosamente tuya en tu
mano. La sangre brota libre como un manantial
en tu pecho
y comprendes que con ella se te va la vida.
De
pronto, todo es fácil de entender. La mente se nubla en un fundido rojo que
poco a poco se aclara hasta la oscuridad total del blanco lechoso. Los ojos
vueltos hacia dentro perciben ahora tu interior.
Tristeza
infinita que no pidió esto al amor y lo encontró sin saber que lo buscaba.
¡Antes
de amar sabías que la ballesta existía, pero como pensar que te desearía tanto!
¡Cómo creer que buscaría tu centro con tanta ansia!
¡Ay!
¡Quién pudiera detener la flecha en la ballesta antes de todo!
¡Quién
pudiera ocultarse tras los árboles!
¡Cómo
ser indiferente a su curiosidad malsana por tus entrañas! ¡Invisible a su seducción!
¡Quién
pudiera quitarse del camino recto que
emprendió ese rayo mortal, o al menos, desviar su curso!
¡Quién
pudiera encontrar el remedio a tiempo y taponar el agujero inmundo que hizo en
tu pecho! ¡Dónde estará la mano que sostenga tu cabeza cuando todo tu cuerpo
caiga al suelo derrumbado! ¡Quién te cerrara los ojos y llorara en silencio al
verte expectante...!
¡Quién
pudiera dejar de amar para no morir!
La flecha, Carmen de Hita